
PUBLICADO EL 19 AGOSTO, 2025
Conciertos del 06 al 08 de agosto 2025Repertorio interpretado en las comunas de Las Condes, Providencia y Ñuñoa, bajo la conducción del Director invitado Jaime Cofré (Chile) y el solista en guitarra Romilio Orellana (Chile).
Wolfgang Amadeus Mozart (1756–1791)
Obertura de Las Bodas de Fígaro, K. 492
Compuesta y estrenada en 1786, esta obertura es la chispeante antesala de una de las óperas más populares del repertorio clásico, que combina crítica social, enredos amorosos y un humor agudo que Mozart traduce en música con sorprendente vitalidad. La obertura despliega en menos de cinco minutos un torbellino de energía, juegos rítmicos y una inconfundible ligereza vienesa. Un inicio vibrante que captura la esencia del espíritu mozartiano.
La obra, escrita en la tonalidad de Re mayor, no cita directamente los temas del resto de la ópera (como ocurrirá más adelante en la ópera Don Giovanni), pero refleja a la perfección el espíritu vivaz, irónico y enérgico de la obra. Su ritmo vertiginoso, la brillante orquestación y el uso del contrapunto la convierten en una de las aperturas más emocionantes del repertorio. Sin un verdadero desarrollo temático, la obertura predispone al espectador al ingenio escénico que seguirá.
Mozart prescinde de introducción lenta y crea una pieza enérgica de forma sonata sin desarrollo, caracterizada por el uso de las cuerdas en staccato, armonías dinámicas y un cierre abrupto, como si invitara al telón a levantarse de inmediato.
Francisco Mendoza (1975–)
Acuarela, para guitarra y orquesta
La obra se revela como una auténtica acuarela, no tan solo de colores, sino también de caracteres. En ella, timbres, melodías y texturas se entrelazan para dar forma a un discurso orgánico y lleno de contrastes.
Desde el inicio, la pieza establece su declaración de intenciones: un compás de silencio que no solo delimita el comienzo, sino que se integra como parte esencial de la música. Este silencio inicial, casi premonitorio, adquiere relevancia especial en el tercer movimiento, donde resalta lo que viene después y subraya la idea de que la música comienza y termina en el silencio, siendo este tan importante como el sonido mismo. Tras esta pausa inaugural, es la guitarra solista la que emerge con un alzar, en lugar de la orquesta, instaurando un clima íntimo y expectante.
El primer movimiento se caracteriza por una estructura formal regular y ordenada, en contraste con la mayor complejidad formal del segundo. Su discurso se construye como un diálogo alternado entre la guitarra y la orquesta, que evoluciona hacia una fusión tímbrica delicada: la orquesta imita al solista mientras introduce material temático que la guitarra, posteriormente, recogerá, creando una red de respuestas mutuas.
La escritura es idiomática tanto para el instrumento solista como para la orquesta, con el uso de la métrica hemiolada que, además de reforzar un carácter latino, se convierte en un motivo rítmico central que reaparecerá en el tercer movimiento.
En la orquestación, abundan transiciones tímbricas sutiles, casi acuarelísticas, donde ciertos instrumentos parecen transformarse en otros, modulando el color sin rupturas.
Las frases, aunque autónomas y claramente delimitadas, se encadenan con naturalidad, generando unidad y continuidad, evitando la sensación de collage. La alternancia de dinámicas, el juego de registros y el uso de finales de frase con notas largas contribuyen a esa fluidez discursiva.
El segundo movimiento marca un giro en el carácter. Se abre con el canto de los pájaros, presentado por la alternancia y superposición de los vientos, generando el efecto de una pequeña bandada. Estos pájaros, apenas insinuados en el primer movimiento, adquieren aquí un rol protagónico, dentro de un entramado rítmicamente complejo y polirrítmico que mantiene al oyente en expectativa.
La sección da paso a bellas melodías líricas en las maderas y a un contrapunto entre largas líneas, sostenido por más tiempo que en el primer movimiento. La estructura formal es más abstracta y su final abierto prepara de manera orgánica la entrada del tercer movimiento. Éste es el más enérgico y rítmico de la obra. Retoma la hemiola como centro métrico y despliega desde el inicio un carácter ágil, reforzado por reexposiciones inmediatas en registros más altos. La orquestación transfiere rápidamente las melodías de un grupo instrumental a otro, y breves, pero notorios silencios preceden a tuttis de gran intensidad, reforzando la idea de los silencios que hablan planteada desde el inicio.
Una sección intermedia más lírica, con secuencias cromáticas descendentes, aporta contraste antes de la reexposición final.
La obra culmina con un pasaje escalar cromático que condensa su lenguaje melódico-armónico, funcionando como síntesis y conclusión natural de la pieza.
En su conjunto, la obra logra un equilibrio notable, conciliando contrastes y evitando la fragmentación. Cada idea musical parece generar la siguiente de forma orgánica, demostrando una visión macro sin perder de vista el detalle micro. Sus melodías memorables, la riqueza tímbrica, el tratamiento del silencio y el diálogo entre distintos lenguajes armónicos — modernos, clásicos y modales — construyen un discurso unitario que deja una fuerte impresión en el oyente.
Ignacio Barreto Tapia.
Licenciado en Artes mención Teoría de la Música U de Chile.
Magister en Artes, con mención en Música PUC Chile
Wolfgang Amadeus Mozart (1756–1791)
Sinfonía n° 39 en Mi bemol mayor, K. 543
Compuesta en el verano de 1788 junto a las sinfonías n° 40 y 41, esta tríada final constituye el testamento sinfónico de Mozart. No existen registros de encargos o estrenos inmediatos, lo que ha llevado a especular que fueron obras creadas “para sí mismo”, aunque posiblemente destinadas a futuras presentaciones en Viena. En palabras del pianista y musicólogo Charles Rosen, estas sinfonías marcan “el momento en que el clasicismo toca su cima, antes del viraje romántico”.
La Sinfonía n° 39 comienza con una majestuosa introducción lenta que recuerda la solemnidad de las sinfonías de Haydn, seguida de un Allegro enérgico, de clara forma sonata. El segundo movimiento destaca por su lirismo contenido y un uso expresivo de los vientos, particularmente los clarinetes, que Mozart incorporó en reemplazo de los oboes, algo poco común en la época. El enérgico Menuetto posee un trío que recuerda danzas populares austriacas, mientras que el movimiento final concluye con una escritura ágil y transparente.
La elección de Mi bemol mayor, tonalidad que Mozart asoció con la nobleza (también usada en su Sinfonía «París», K. 297), otorga a la obra una atmósfera de grandeza contenida.