Cartografía Visual

Núcleo

Resistir en el presente

Resistir al presente, recordar el pasado e imaginar el futuro

Por Diego Parra

La noción de resistencia remite a lo refractario, a aquello que “aguanta” constantemente los embates de alguna fuerza externa. A nivel político, hablamos de resistencia cuando queremos expresar la oposición abierta y desafiante a alguno de los múltiples regímenes hegemónicos por los que estamos atravesados (pensemos en la interseccionalidad como la idea clave para comprender esta red de normas que nos moldean y condicionan). De ahí que hablemos de “grupos de resistencia” cuando nombramos a aquellos colectivos que, por ejemplo, combaten ya sea pública como clandestinamente a alguna dictadura.

En el campo artístico, la resistencia es una categoría dinámica y muy útil a la hora de pensar las múltiples caras de las prácticas artísticas críticas, porque ninguna obra resiste del mismo modo, y no existen jerarquías que nos digan qué manera es mejor o peor de resistir, cada proceso artístico finalmente define modos inusitados de hacer cara a lo real. Esto guarda relación con el carácter instituyente que las prácticas artísticas poseen en su dimensión contemporánea, es decir que cada obra propone en sí misma una redefinición (en términos de ampliación) de lo que entendemos por artístico. Para ser más precisos, cada contexto es respondido con un determinado tipo de obra que piensa e impugna poéticamente la especificidad de ese momento puesto que, tal como indica Hal Foster en “Recodificaciones: hacia una noción de lo político” (2001): “todo es especificidad histórica y posicionamiento cultural”.

Las formas históricas en que la resistencia artística se ha desarrollado son muchas, siendo el modelo vanguardista el más tradicional, el cual deberíamos dar por superado con la entrada de nuevas formas de hegemonía que han transformado profundamente la estructura sociopolítica y cultural del capitalismo. La tendencia a absorber lo artístico en el orden económico actual, determina que las estrategias de transgresión vanguardistas vean su vigencia y potencia cuestionada (si es que no agotada), ya que en un mundo donde todo puede ser eventualmente fagocitado por el mercado, la vieja idea de un límite moral que puede ser infringido por el arte como fin en sí mismo queda obsoleta (y podríamos también caracterizarla como un gesto inocente, casi enternecedor cuando se da en el presente).

Andrés Bustamante Cruchaga. Sin título. 2021.

Andrés Bustamante Cruchaga. Sin título. 2021.

Tenemos que comprender que, al operar desde una hipótesis donde los fenómenos culturales serían estáticos (pensemos que el horizonte vanguardista se ideó para una estructura social y política mucho más rígida que la nuestra), dicha mecánica transgresora, si bien sigue apareciendo en distintas acciones, pierde la capacidad de moverse dinámicamente en el propio orden imperante. La categoría de resistencia, entonces, apela justamente a esa necesidad de movilidad y constante rediseño, y además, asume que su lugar de lucha no está fuera del sistema, sino dentro del mismo, al tomar una función boicoteadora o, incluso, de guerrilla.

Esta transformación, que pasa desde un modelo de transgresión a uno de resistencia, redefine nuestra propia concepción de lo político en el arte, ya que nos obliga a comprender que cualquier acción transformadora se dará ahora en torno a coordenadas locales. Esto implica el paso desde una lógica totalizante y expansiva, hacia una mucho más concentrada y que fundamenta su trabajo en vínculos menores, como la identidad, lo territorial o la memoria. Ya no caben grandes narrativas, puesto que las mismas nociones que antiguamente poseían un valor innegable, como las ideas de nación, Estado, religión, clase, etcétera, han perdido mucho de su poder.

A su vez, tendríamos que complementar esta noción de lo resistente con lo que es propio del arte contemporáneo: a saber, su doble vinculación con lo real. Por un lado, podemos entender las obras como fenómenos que sintetizan muchos de los conflictos y sustratos culturales de su tiempo (una lectura sociologizante); y por otro, siguiendo a Andrea Giunta en sus textos ¿Cuándo empieza el arte contemporáneo? (2014) y Contra el canon. El arte contemporáneo en un mundo sin centro (2020), es posible leer cada intervención artística como un “estallido” particular en su tiempo, que produce sus propios efectos tanto en el presente, como en el pasado y el futuro (ya sea reinterpretándolo, así como imaginándolo, respectivamente). Esta última aproximación crítica tiene utilidad para hablar de un arte resistente, puesto que permite comprender mejor los modos complejos en que es posible hacer frente al presente atendiendo a su especificidad.

Actualmente, las prácticas artísticas críticas han incorporado también a su carácter resistente la idea de una aproximación situada, es decir, que toma partido por una visión parcial y subjetiva de la realidad, en el contexto de una cultura que ha relegado dicha óptica hacia lo subalterno o lo marginal. Conocer de manera situada, implica forzosamente reconocer el diagrama político que ordena toda la sociedad, donde hay algunos que tienen la ventaja de producir discursos universales, sobre otros que solo pueden hablar de lo particular (entendiéndolo como una falta, un error en sus epistemologías). Donna Haraway, en “Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio parcial” (1995), explica que el conocimiento situado asegura mejores formas de entender a cabalidad el presente, ya que las perspectivas tradicionales solo ofrecen generalizaciones que alisan la rugosidad propia de nuestro multiforme tiempo. También afirma:

(…) creo que mi problema y “nuestro” problema es cómo lograr simultáneamente una versión de la contingencia histórica radical para todas las afirmaciones del conocimiento y los sujetos conocedores, una práctica crítica capaz de reconocer nuestras propias “tecnologías semióticas” para lograr significados y un compromiso con sentido que consiga versiones fidedignas de un mundo “real”, que pueda ser parcialmente compartido y que sea favorable a los proyectos globales de libertad finita, de abundancia material y de felicidad limitada.

Patricia Pichun Carvajal. Territorio en silencio, la vida que se manifiesta. 2019.

Patricia Pichun Carvajal. Territorio en silencio, la vida que se manifiesta. 2019.

Las ventajas de esta forma de conocer son que, al buscar las perspectivas desestimadas por las visiones hegemónicas, se es capaz de reconocer los límites y condiciones de posibilidad mismas de ese conocimiento (Haraway le dice “tecnologías semióticas”). Es decir, mirar desde donde no hay costumbre de mirar permite reconocer cómo es que se ha ido construyendo el conocimiento aceptado, y con ello, tener la capacidad de analizar todas las construcciones discursivas que han impedido el ingreso de nuevas subjetividades al orden dominante. El conocimiento, entonces, funciona como un régimen de exclusiones que no solo coloniza aquello que analiza, sino que también lo sanciona como aceptable o no, normal o anormal, oficial o marginal, canónico o vanguardista, etcétera.

Tal como podemos imaginar, las acciones artísticas que den cuenta de una forma de resistencia al presente son extremadamente amplias, cuestión que asegura su pluralidad y constante inventiva. A diferencia del horizonte vanguardista, no estamos insertos en el régimen ilustrativo o de denuncia que, con su sujeción al lenguaje tradicional, tiende a clausurar las posibilidades de experimentar con el propio lenguaje, de torcer su norma e impugnar sus estructuras internas. Nelly Richard recurre a la noción de “lo crítico-estético” para designar a las prácticas artísticas críticas en el contexto de la era neoliberal. Usa este concepto para diferenciarlo de la idea moderna de arte, vinculada sobre todo a la autonomía total y a un régimen capitalista que aún no ha domesticado el quehacer cultural, como ocurriría en el presente. Y explica en “La crítica: entre lo artístico y lo cultural” (2010):

Lo “crítico-estético” alude a cómo el arte trabaja con la objetualidad de los medios y soportes, con el simbolismo de los discursos de la representación expuestos a montajes y desmontajes, apelando a una subjetividad no cautiva de lo ya estetizado por la comunicación, la publicidad y el espectáculo. Lo crítico-estético deviene político en la medida en que sus modos de desorganización y reorganización de las formas sociales y de los materiales culturales que intervienen en la obra son capaces de incitar al espectador a experimentar con lo visible –y, también, con lo que se ha hecho invisible– gracias a determinados enfoques y desencuadres de la mirada, que combaten el vaciamiento de las imágenes que se consumen en la pura espectacularización del capital globalizado.

Tal como plantea la autora, lo crítico o resistente (podemos intercambiar aquí los conceptos) es capaz de dar visibilidad a lo que queda oculto a plena vista, y también ayuda a reconocer lo específico que hay en lo que vemos cotidianamente (esto sería una forma de enfocar mejor en un contexto donde nuestra capacidad de ver ha sido adormecida por la “espectacularización” de la sociedad contemporánea). Sin un dispositivo crítico que asista en la labor de identificar en profundidad el régimen de signos que ordena y da forma, es imposible lograr una resistencia que logre ofrecer respuesta al presente cambiante. Podríamos decir, finalmente, que ver no es igual a conocer, y que esto último implica un proceso de crítica agresiva a cada uno de los aspectos que traman lo que experimentamos como lo real.

Catalina Correa Moller. Observatorio. 2017.

Catalina Correa Moller. Observatorio. 2017.

Desde esta brevísima conceptualización sobre lo resistente en el horizonte artístico contemporáneo, quisiera referir a la Cartografía Visual, un proyecto del Ministerio de las Artes, las Culturas y el Patrimonio, que ha dado lugar a distintas selecciones de obras y artistas, por parte de curadores representantes de cada región de Chile. En particular, me tocó pensar en torno a las curadurías de la región del Maule (Loreto Muñoz), de La Araucanía (Gonzalo Castro-Colimil), de Aysén (Fabián España) y Magallanes (Sandra Ulloa). En ellas el concepto de resistencia se expande y adquiere morfologías distintivas, ya que todos sus curadores tomaron como eje fundamental la vinculación con el territorio; es decir, cada obra experimenta con una forma específica de estudiar y trabajar poéticamente su entorno más inmediato. Es importante entender esto último de la manera más amplia posible y dejar de lado una noción cartográfica del territorio que solo se vincula con zonas geográficas específicas y nada más. Aquí hay formas de trabajo que reconocen en la historia local, las comunidades, los conocimientos tradicionales y el propio paisaje un conjunto que revela el carácter único de cada una de estas zonas. Podríamos hablar incluso de un cierto genius loci en algunas de las aproximaciones (especialmente la de España en Aysén), donde el paisaje está imbuido de significados espirituales.

En el caso de Sandra Ulloa y su vinculación con Magallanes, surge muy claramente la pervivencia de un mito fundacional chileno: el del paisaje y una cierta metafísica de lo geográfico. Todo lo que proviene de un territorio dominado por la más abrumadora de las naturalezas solo puede ser entendido desde ese lugar, ya que no puede ser eludido por su absoluta superioridad física (lo sublime matemático de Kant). Sin embargo dicho discurso, que ha signado a Chile como un paisaje antes que otra cosa, tal como indicó Nicanor Parra, es interpelado por nuevas perspectivas que intentan visibilizar cómo en esa narrativa subyace un elemento colonial. Magallanes carga consigo desde su propio nombre al europeo que “descubrió” la zona (ya habitada por miles de individuos no europeos, por cierto), y que de algún modo condenó al lugar a ser un “fin del mundo” y por ello, una zona que debía ser estratégicamente dominada por la razón colonial (para asegurar la circulación perpetua del capital). Las exploraciones artísticas que destaca Ulloa buscan desmontar el mito del lugar extremo, lleno de fenómenos exóticos; pero debe hacerlo a pesar de un paisaje que, de todos modos, determina una cierta “excentricidad” en sus prácticas, como lo designa la curadora.

La misma raíz colonial es expuesta por Castro-Colimil, quien trabaja en la Araucanía, región con la que el Estado chileno cercenó los territorios ancestrales del Wallmapu (que es interregional e internacional, abarcando parte de Argentina). Esta división hizo primar la razón geopolítica por sobre los vínculos históricos de comunidades que habitaban dicha zona mucho antes de la instalación misma del Estado chileno y argentino. Pero no solo afectó cuestiones de índole puramente político-administrativo, ya que dicha usurpación modificó también las prácticas cotidianas del pueblo mapuche, que poseen una vinculación profunda con la tierra. En el contexto de esta disputa político-cultural es que la curaduría de Castro-Colimil opta por procesos artísticos que releven los conocimientos ancestrales, y junto con ello, el tejido social que la propia colonización del territorio ha destruido no solo con la militarización, sino que también con la evangelización y la llegada de la industria forestal.

Eladio Godoy Vera. Mineros. 2021.

Eladio Godoy Vera. Mineros. 2021.

En la selección de Loreto Muñoz reconocemos una manera de analizar el territorio que pasa por procesos de investigación cuidadosos y de largo aliento. Las problemáticas ambientales y sociales son el objeto de estas empresas, donde la acción artística no aparece determinada por algún medio en particular, sino que se adapta a las necesidades coyunturales del contexto investigado. Podríamos hablar en su caso de un paisaje humano, antes que geográfico, donde las múltiples formas de vida que allí están congregadas dan forma e identidad a toda una zona. Reconocer esto último implica saber registrar todas aquellas disputas sedimentadas que han dado lugar a lo que hoy podemos ver, por lo que en ese trabajo de pesquisa podemos decodificar cómo se ha ido resistiendo históricamente en ese y otros territorios.

Finalmente, habría que destacar la dificultad para enfocar claramente procesos artísticos tan disímiles, donde los artistas operan muchas veces en entornos refractarios a la aproximación etnográfica o, incluso, la propia institucionalidad cultural no logra dar cabida a sus prácticas (ya sea por una cosa voluntaria, o por simple ausencia de infraestructura). La resistencia de la que hemos hablado no puede entenderse únicamente en el contexto de las mismas comunidades que los artistas intervienen, sino que entre los propios artistas quienes deben generar metodologías de trabajo sui generis para cada uno de los contextos donde trabajan.

Solo queda pensar en cómo este tipo de políticas diseñadas desde estructuras centralizadas logrará tener incidencia en territorios que ya sea por los conflictos existentes con el propio Estado, o por una historia de recelo y abandono, no han tenido una relación fluida con lo que entendemos como institucionalidad artística. A mi juicio, la curaduría contemporánea tiene como horizonte de posibilidades la mediación entre lo ya constituido, y lo que está por venir (desde la experimentación e inventiva propia de lo artístico), por lo que insistir en estas medidas debería lograr abrir espacios que cobijen la creatividad propia de cada uno de los territorios que componen nuestro país.

Diego Parra

Santiago, 1990. Crítico e historiador del arte. Licenciado en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile, con estudios en edición por la Universidad Diego Portales. Es docente de cursos de historia del arte y crítica en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Escribe regularmente en medios especializados, donde trabaja el vínculo entre arte y política. Entre 2016 y 2018 formó parte del equipo del proyecto de investigación “Arte y Política 2005-2015”, dirigido por Nelly Richard.

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