Cartografía Visual

Núcleo

Disciplinariedad artística y territorio

De la disciplinariedad al territorio

Por Bárbara Lama Andrade

Eduardo Huanchicay González. Caravana de devoción. 2021.

Eduardo Huanchicay González. Caravana de devoción. 2021.

El arte, que buscó su autonomía durante las vanguardias, rebosaba sus tensiones disciplinares cuando Habermas, en la Bienal de Venecia de 1981, defendió la modernidad como un proyecto incompleto. Frente a la “débil respuesta” que desde hacía ya quince años promovía el arte, debatía con quienes por entonces declaraban su sentencia: el impulso de la modernidad estaba agotado.

El proyecto de la modernidad, formulado en el siglo XVIII, buscó emancipar al conocimiento de fórmulas esotéricas para enriquecerlo en la cultura especializada. Esto articuló el debate y preocupaciones por los dominios epistémicos inscritos en las estructuras ilustradas: a saber, la ciencia objetiva (cognoscitiva-instrumental), una moralidad y leyes universales (moral-práctica) y un arte autónomo (estética-expresiva).

El enriquecimiento del saber disciplinar, en la variante epistémica de las ciencias naturales, obligaría a las ciencias del espíritu a emprender la pedregosa e incansable búsqueda de estrategias, valorizaciones y teorías de la vida y la comprensión de metodologías alternas.

Así, en la crítica severa, y con razón, de un arte subyugado a la política vencedora en que reyes, iglesia y aristocracia definían los límites de lo dicho, la modernidad artística encontró sentido en la búsqueda de definiciones ideológicas y discursivas en su propio lenguaje. Las vanguardias encontraron, pues, un espacio en que la experiencia estética y política estuvieran enteramente contenidas en un presente exaltado y autoconsciente, en manifiestos invasores de terrenos impolutos e inmaculados.

Categorías como belleza, creación, originalidad y genialidad daban expresión a una práctica que vinculaba la subjetividad capitalista en su relación con la vida y su encuentro con la verdad.

Pero la fuerza de la contingencia, de los contextos y la colectividad, impusieron su propio peso al lenguaje artístico. Se adentraron en los límites de lo enunciable, de lo comprensible, e intervinieron en el campo del arte hasta “debilitarlo” —o, quizás, desde sus primeras versiones, ya se acuñaban los signos de su calamidad—.

José Ulloa Acosta. Los Pelambres 1 (MLP1). 2020-2021.

José Ulloa Acosta. Los Pelambres 1 (MLP1). 2020-2021.

La utopía de autoconvención increada se convertía en un cisma que mientras más se adentraba en el silencio de su propia producción, más fuerte parecía ser su grito de auxilio. En otras palabras, ahí donde el arte veneraba su libertad y su lenguaje de autorrepresentación, se volvía más específico o, si se quiere, más “deshumano” —para citar a Ortega y Gasset—, y más fuerte se sentían sus límites. La reflexión de Rosalind Krauss en «La originalidad de la vanguardia» y en particular en «Retículas» es un gran aporte a este respecto.

La disciplina que al decir ilustrado llevaría consigo el reconocimiento del experto, veía con espanto cómo sus límites discursivos dialogaban con el entorno toda vez que las lecturas de sus obras diluían todo margen que juraban defender. ¿Qué había detrás de un cuadrado blanco sobre un fondo blanco sino otro cuadrado blanco con fondo blanco?

El artista y su oficio, mantenía junto a su obra un lego encapsulado y domesticado para el experto, su casta y su clase. El artista se enroscaba, transitaba y mutó en relaciones dialécticas de poéticas que consideraron los territorios, las posiciones o contingencias del mundo. Los signos se amplificaron en metáforas de significación y las esencias se diluyeron en un mar de interpretaciones.

El arte y la política reunidos, ya no desde los dictámenes de las instituciones de poder (Estado, iglesia o aristocracia), ni en los esfuerzos ideológicos autorreferenciales de sus manifiestos sino, antes bien, en una búsqueda de la cultura histórica y constituyente en sus formas de relaciones sociales, ya no tributa, ya no encapsula, ya no divide: posiciona, devela; es decir desnaturaliza el poder del signo.

Entonces, el artista —que para Marx debía erigirse desde las disputas de clase—, se enfrenta a las herencias culturales coloniales en que la alteridad aparece como discusión territorial, etnográfica y social, exigiendo al arte y sus discursos que desmantelen los imaginarios y aparatos instrumentales de poder que normalizan las prácticas sociales de opresión.

La disciplinariedad delimitó las esferas del conocer —cognitiva, moral y expresiva— y estas se sienten atadas de manos, cegadas de luz, embarradas de lodo. Más que servir al conocimiento, la extensión de sus lazos y la categorización, la división de estas esferas limitó la extensión/amplitud del saber. Las sustancias se disgregan, los significados no son fijos, la realidad no existe por sí misma. El artista, el biólogo, el arquitecto… ¿dónde empieza la ciencia y termina el arte? ¿Dónde empieza una acción y termina un territorio? Negar el arte para que aparezca el arte.

Lucía Molina Riffo. No me sueltes. 2020.

Lucía Molina Riffo. No me sueltes. 2020.

Por ello, la “débil respuesta”, la repetición dadaísta actualizada ejerce fuerza en los dominios de la experticia disciplinar. La cultura y el territorio imponen su peso político al lenguaje artístico.

En este contexto, si algo tienen en común las producciones y curadurías de las regiones de Coquimbo, O’Higgins, Tarapacá y Metropolitana, tan disímiles y distantes, no es que todas acontezcan en Chile, sino que su representación está atravesada por los discursos de una modernidad a la chilena, que hizo su proceso ilustrado, industrializador y capitalista digerido por Occidente, y que luego copió y pegó, como si eso bastara para producir identidad nacional. No aceptó las complejidades de sus microhistorias y, a punta de divisiones y deudas, ha dejado a su gente y a sus artistas sin respiración ni memoria.

Vemos entonces relatos que imponen una apertura que obliga a modificaciones metodológicas; el archivo parece ser una de las estrategias más rescatadas en esta muestra. Quizás porque lo anterior ha dejado en claro que el trauma devenido en Alzheimer afecta no solo a quien la padece, sino también desarticula los rastros y sentidos de nuestra vida en común, como familia y sociedad. Las obras que aquí se presentan exponen los derroteros de un país, el nuestro, que se ha autoinfligido heridas de silencio, avergonzado de su pasado, ocultando los pasos que construyeron y densificaron la redes de sociabilidad. Un país con zonas de sacrificio, con tiempos omitidos y sin espacios de expresión. Lesionada su identidad, su historia y su futuro.

Por ello activar, visibilizar o rescatar los pliegues, márgenes y saberes de nuestras artes contemporáneas abre una tarea tan enclaustrada en la endogamia capitalina; el sistema social y político que reproduce lo que critica, a saber, la autarquía cultural.

La región de Coquimbo presenta, en la voz de Felipe Muñoz Tirado, el texto “De identidades, memorias y resistencias”, que pone en el centro de su problema la categoría “articulación”. Ello parece tener sentido constructivo, si tomamos en consideración todo lo anterior. Ante la fragilidad, frustración y hastío, ante el mal trato, los malos modos, la falta de cuidado que las grandes industrias han tenido con un territorio que se seca y que se queda sin memoria, las metodologías de creación ocupan un lugar virtuoso, pues todo lo que está a su haber permite recuperar la historia de un verde que cada vez se pierde en múltiples cafés.

Daniela Canessa Reyes. De la serie “Especies”. 2020.

Daniela Canessa Reyes. De la serie “Especies”. 2020.

Por su parte, el texto “Lo real y la imagen” de Fernanda Aránguiz pone en cuestión el sentido de ser artista en la región de O’Higgins. Vecina de la capital, visibiliza la resistencia de un territorio que no encuentra los códigos de representación bajo una superestructura sin institucionalidad artística ni cultural. Desde la precariedad y la periferia se pregunta: ¿qué es ser artista?, ¿qué digo de mi obra?, ¿qué digo de mí?

Más lejos aún, a 1800 kilómetros del centro, desde la región de Tarapacá, Bruno Díaz enarbola —en el texto “Tarapacá 10”— un ecosistema social virtuoso que contiene la pluriunidad, plurirregionalidad, plurinacionalidad. Asume que los procesos vinculados a producir y hacer circular, también los de adquisición, difusión y formación, así como las instituciones, escuelas, circuitos y mercados están tan lejos que, más que llorar su distancia, esta permite levantar su propio discurso de gravitación. Lo anterior admite una conformación contrahegemónica que revise, crítica y consistentemente, su universo social en sus tensiones geopolíticas y etnográficas, desde las fuerzas que levantan la crítica resistente transdisciplinar.

La región Metropolitana, por su parte, pareciera ser aquí la más conocida, la más visible. Los criterios de representación fueron estructurados por Sebastián Valenzuela-Valdivia bajo el título “Arqueología del saber. Archivismo y coleccionismo en el arte contemporáneo”. Erigido desde la lógica del archivo, pone en movimiento piezas de obras que problematizan los imaginarios culturales impuestos por los aparatos coloniales que definen las formas de habitar bajo un coloso que, como Saturno, devora a sus hijos porque sabe que le quitarán el trono. La identidad aparece entonces en panfletos, recortes que, bajo criterios de selección y yuxtaposición, buscan hacer aparecer nuestro habitar bajo el concreto.

Bárbara Lama Andrade

Concepción, 1973. Historiadora. Doctora en Historia © por la Universidad de Concepción; DEA en Historia Teoría y Crítica del Arte por la Universidad de Barcelona; Magíster en Filosofía de la Universidad de Concepción; licenciada en Estética Mención Plástica y en Pintura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Autora y coeditora del libro Diagonal Biobío, emergencia de la escena cultural penquista, publicado por la Editorial Dos Tercios.

Descarga curadurías

Cartografía visual: Coquimbo
Cartografía visual: O'Higgins
Cartografía visual: Región Metropolitana
Cartografía visual: Tarapacá