Cartografía Visual

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Paisaje y neoextractivismo

Paisaje y neoextractivismo; estrategias para reapropiar un lugar

Por Consuelo Banda

El paisaje, decía Milton Santos en su libro La naturaleza del espacio: técnica y tiempo. Razón y emoción (1966), es un conjunto de formas y edades heterogéneas, pedazos de tiempos históricos representativos de diversas maneras de construir el espacio, “una escritura sobre otra, (…) una herencia de muchos momentos diferentes”.

Los trabajos curatoriales de las regiones de Atacama, Biobío, Los Lagos y Ñuble asumen la urgencia de hablar de esta herencia en nuestro tiempo histórico, marcado por las muy latentes y palpables consecuencias del extractivismo y neoextractivismo en nuestro entorno; degradaciones socioambientales que tienen impacto en la representación del territorio y su contexto, las identidades individuales y colectivas. Las obras que conforman esta selección están cargadas de lo que Yi-Fu Tuan, describió en su libro Topophilia (1974), como topofilia; es decir, manifiestan relaciones afectivas con el lugar mediante múltiples acciones. Andar, recordar, resignificar e invocar son solo cuatro de ellas, pero permiten movilizar una lectura cruzada sobre los paisajes de estas distintas regiones, distanciadas en lo geográfico, pero interconectadas en la subjetividad de vivencias compartidas.

Paisajes y sentido del lugar

Elian Aida Carmona Herrera. Desierto dinámico e infinito de Atacama. 2016.

Elian Aida Carmona Herrera. Desierto dinámico e infinito de Atacama. 2016.

El paisaje guarda un sitio primordial en nuestra relación con el mundo. Sus dimensiones materiales y simbólicas poseen rendimientos múltiples que atraviesan diversas disciplinas, genealogías y temporalidades. Jörg Zimmer en su texto “La dimensión ética de la estética del paisaje” (2008), plantea que hay habitualmente tres formas de aproximarse al paisaje: como investigación científica, como apropiación social de la naturaleza mediante el trabajo y como experiencia estética. Sin embargo, como en todo orden de cosas, estas parcelaciones resultan insuficientes para abordar el concepto. En vez, podríamos entenderlo en la convergencia de todas sus aproximaciones —incluso otras—, como construcción sociocultural que varía junto con las diversas épocas y sus preocupaciones, las que incluso requerirían hoy pensar la naturaleza y lo no-humano también como sujetos sociales según postulan Enrique Aliste y Andrés Núñez, en el artículo “Las fronteras del discurso geográfico: el tiempo y el espacio en la investigación social” (2015).

Estas renovadas relaciones con el paisaje implican también entenderlo mucho más allá de nuestro campo de visión, en tanto otros sentidos y sensibilidades entran en juego. También Milton Santos describió el paisaje como la dimensión de la percepción donde volúmenes, colores, movimientos, olores y sonidos, entre otros, van formando diferentes paisajes para diferentes personas. En un sentido amplio, puede ser entendido también —como también propone Yi-Fu Tuan en Topophilia— como el contacto de nuestro cuerpo con un fragmento del territorio, un segmento de la realidad parcial que, junto a otros cuerpos componen paisajes colectivos, los que también están bajo constante amenaza. El lugar es el medio principal en el cual damos sentido y actuamos en el mundo, arraigándonos y haciéndonos parte de él. Del mismo modo, nos vincula con diversos fenómenos, nos enlaza afectivamente con otros, a la vez que somos afectados por ellos. Cuando los lugares se vuelven impersonales e irreconocibles para sus habitantes, asistimos a conflictos territoriales que se manifiestan tanto en escalas personales como colectivas. Para ahondar en esta idea, ver el artículo de Juan Nogué, “Sentido del lugar, paisaje y conflicto” (2014).

Actualmente, las prácticas artísticas se involucran con aquel entorno de manera directa, in situ, como propone Jens Andermann en el libro Tierras en trance: arte y naturaleza después del paisaje (2018). Para el autor, la obra ya no se detiene en reelaborar críticamente un paisaje que permanecía inerte, sino que más bien propone una relación abierta y cambiante con el lugar. Lo “co-funda (…) como espacio-tiempo ensamblado entre las agencialidades del artista-propositor, del público interpelado en cuanto operadores-participantes y de las materialidades objetuales y corporales que convergen y vibran allí”. Agencias que son movilizadas tanto por posicionamientos políticos como biográficos: artistas que se han ido de sus lugares de origen, o han vuelto, o se han quedado por amor a uno nuevo; identificados con las luchas sociales, las causas medioambientales, la degradación de la naturaleza y los asentamientos humanos, siendo el extractivismo y/o neoextractivismo una herida que presiona aún más esa relación afectiva con el paisaje.

Breve mapa neoextractivista

Cristóbal Parra Muñoz. Andalién 19/31. 2018.

Cristóbal Parra Muñoz. Andalién 19/31. 2018.

Eduardo Gudymas, en su texto “Los extractivismos sudamericanos hoy. Permanencias y cambios entre el estallido social y la pandemia” (2021), ha descrito a Chile como un caso particular de neoextractivismo en el mundo, debido a todos los tipos de extracción que ocurren hoy simultáneamente en el territorio. Una condición que se corresponde con esa loca geografía a la que múltiples escritores y poetas dedicaron en otros siglos cartas de amor y añoranza. En su lugar, hidroeléctricas, embalses, campos de monocultivos, salmoneras, termoeléctricas, mineras, humedales depredados, forestales, plantas de celulosa, fábricas avícolas, porcinas y ganaderas y más, dirigen hoy nuestras líneas cartográficas.

En este presente, antes que lugares las regiones se transforman en commodities, grandes volúmenes de materias primas exportadas al extranjero mediante megaproyectos, nuevas tecnologías y la participación de empresas transnacionales. Para profundizar en esto, ver “Neoextractivismo, espacio de mercado y derecho a lo sagrado: el pueblo mapuche en el Chile neoliberal” de Ictzel Maldonado (2021). Un enfoque que ha privilegiado estas formas de apropiación bajo la promesa de un desarrollo económico y social pero que, en la práctica, niega las desigualdades económicas, sociales, ambientales y territoriales que acompañan estos procesos; disrupciones en comunidades y espacios locales por compañías transnacionales; conflictos ocasionados por la presencia del Estado-nación en territorios históricamente excluidos; efectos sobre el trabajo y las economías locales, así como también sobre la salud, los cuerpos, los géneros y las identidades, mediante diferentes formas de violencia. Este proceso de transformación empuja a las comunidades a establecer dialécticas de negociación y resistencia que les permiten persistir en prácticas históricas y/o adaptarse frente a las transformaciones socioambientales, construyendo nuevas narrativas y formas de pensarse a sí mismas, como explica Hugo Romero en “Extractivismo en Chile: la producción del territorio minero y las luchas del pueblo aimara en el Norte Grande” (2017).

Las obras y los procesos curatoriales de estas cuatro regiones dan cuenta de los problemas recién mencionados. No relatan, sin embargo, la misma historia, ni se anclan a tipologías de paisajes. En cambio, narran lugares, a través de lenguajes tan diversos como dialogantes para reconstituir sus propias estrategias de apropiación.

Acciones para pensar un paisaje

ANDAR. Puede que no haya acción que hable más elocuentemente de la polisemia del paisaje como el acto de andar y recorrer. Una forma estética que ha alcanzado, dice Francesco Careri en Walkscapes. El andar como práctica estética (2014), el estatuto de disciplina autónoma.

Pía Acuña describe el desierto de Atacama como un sitio estratégico, una puerta de entrada para exploradores, conquistadores y cazadores de tesoros. Un lugar remoto que permitió soñar con riquezas capaces de poblar territorios ásperos, improbables, lo suficientemente grandes como para hacer de la búsqueda a la deriva una forma de vida, trabajo y creación. Una tierra de pasaje y tránsito, como la describiría Patricio Guzmán en su documental Nostalgia de la luz (2010).

Varias de las obras seleccionadas por Acuña son resultado de expediciones y derivas, ejercicios de búsqueda, registro y recolección. Podríamos pensar estos trabajos como un inventario nómade de lo que hay, lo que hubo, lo que queda y lo que deja la industria de la minería, pequeños trozos de madera encontrados en la costa de Chañaral luego del último aluvión; o las dislocaciones producidas por elementos disonantes de la urbanidad abandonada en el desierto.

El andar también aparece en las obras seleccionadas por Vania Caro en el Biobío, un territorio metropolitano, heterogéneo y de límites difusos, donde conviven relatos sobre la naturaleza, la ciudad, la periferia y la ruina del patrimonio industrial. Artistas que recorren y recolectan algas como práctica anclada a la economía local o se internan en el bosque para ensayar maneras en que el territorio y el cuerpo pueden ser una misma cosa y están atravesados por las mismas heridas.

Nicolás Cox Asencio. Con un remo escribo sobre el mar las palabras fuerza y desaparición. 2021.

Nicolás Cox Asencio. Con un remo escribo sobre el mar las palabras fuerza y desaparición. 2021.

Andrés Muñoz nombra a la región de Los Lagos como “el último más acá” antes de la fisonomía dispersa del territorio insular. Un paisaje complejo cuyos procesos de habitabilidad han sido marcados por la dispersión territorial, el colonialismo y la depredación de aguas, bosques, tierra y cordillera. Un territorio que también empuja al desplazamiento, más aún para quienes están dedicados al arte. Hay quienes se instalan con materiales ligeros, solo los que pueden cargar; y otros, que nunca se fueron, han visto cómo se multiplican los salmones en el mar. En este sentido, el “acá” demarca tanto una posición geográfica como política, situando el lugar del habla y creación artística en relación a una condición en constante cuestionamiento, resistencia y resignificación del sentido de lo recóndito y no a una centralidad dominante.

RECORDAR. Dice Simon Schama en Landscape and memory (1996) que “el paisaje es obra de la mente. Su paisaje se construye tanto a partir de estratos de memoria como de capas de roca”. Es memoria construida a través de varias generaciones, aprehensible desde experiencias cotidianas y biográficas. En el Biobío, algunas obras seleccionadas por Caro apelan a activar memorias desde lo cotidiano, de búsquedas biográficas entre álbumes familiares y técnicas antiguas, como si mediante su uso pudiesen traer al presente maneras pasadas de percibir el paisaje.

Luis Arias destaca las tensiones entre la ruralidad y lo urbano de las comunas que integran la región de Ñuble. Una región “nueva”, designada administrativamente apenas el año 2017, donde paisajes antiguos reciben una novedosa denominación política y provocan una pugna de opuestos. La convergencia entre una tradición patrimonial y la impronta de la vanguardia citadina del Grupo Tanagra (1929) marca para Arias la actitud de la producción artística del territorio; hay quienes buscan con nostalgia las escenas cotidianas del hogar de campo, y otros abren pasajes hacia ciudades secretas gracias al registro de ceremonias disidentes. En Atacama, obras documentan las transformaciones de una misma imagen a través del tiempo y su fragmentación o visualizan mediante imágenes satelitales la geografía del valle del Huasco, antes de la explotación.

En Los Lagos, Andrés Muñoz propone acciones de memoria que van en sentidos contrarios, como escribir en el mar la palabra “desaparecer”, imágenes de mujeres que flotan en el agua y resisten la amenaza de la desaparición del cuerpo o la encarnación de seres queridos con amuletos que viajan con nosotros; pero también acciones que buscan deconstruir la memoria siguiendo la descomposición natural de la fotografía como olvido activo; la instalación de organismos textiles vivos en el paisaje, bichos que mutan y se adaptan y buscan una vinculación con la memoria heredada del territorio.

RESIGNIFICAR. El paisaje, atravesado de temporalidad y espacio, experimenta transformaciones en sus significaciones de acuerdo con las narrativas que cada grupo o cultura le confieren (ver el texto anteriormente citado de Aliste y Núñez). El desierto, la cordillera, el río, el bosque, la calle y sus elementos adquieren significaciones y resignificaciones múltiples que se superponen en textualidades híbridas.

María José Sepúlveda Espinoza. Hogar, dulce hogar. 2015.

María José Sepúlveda Espinoza. Hogar, dulce hogar. 2015.

La resignificación como operación del paisaje propone en las acciones del Biobío la ocupación de la calle, las escuelas y la ruina como espacio de encuentro y exhibición que reemplaza a los espacios cerrados de la galería; la relación con oficios constantes, adaptables y móviles como el grabado; la contingencia del estallido actualiza imaginarios y recursos colectivos como la gráfica, utilizando como referente a Nemesio Antúnez. Todos ejercicios que parecieran indicar que el espacio expositivo debe someterse constantemente a temporalidades y formatos que lo desborden, liberando al paisaje de su condición postal.

En tanto, en Atacama, artistas/cultores resignifican la riqueza de los materiales y técnicas locales, oficios que desafían la funcionalidad de los elementos naturales, pero también cuestionan las nuevas materialidades residuales del despojo neoextractivista; sedimentos de relave que se momifican y escombros que se transforman en juegos. Mientras, en el Ñuble se bordan arpilleras que retoman prácticas y formas narrativas populares como un doble acto político; por la defensa del agua y la subversión de prácticas asociadas a lo “femenino”; cartografías personales que interpelan las masculinidades, el deseo y los cuerpos.

INVOCAR. Los paisajes son transtemporales y acuden en diferentes direcciones. Cada región, cada territorio, guarda sus propias historias. Mitologías, vivencias ancestrales y eventos traumáticos acumulan heridas que van dando forma a sus geografías; pero también dan origen a la imaginación y búsqueda de nuevas preguntas y problemas respecto a lo venidero.

En Atacama se trata de la recuperación de vertederos ilegales de desechos y escombros mineros mediante la construcción de juegos y esculturas que se imponen al paisaje industrial, invocando ancestros a través de ofrendas para reconectar con lo perdido. En el Biobío, la contingencia del estallido empuja a articular los discursos artísticos locales de la región e invocar viejas estrategias y herramientas de revuelta y agitación, como el cartel, la prensa y la gubia. También se ficcionan imaginarios futuros, postindustriales y postpatrimoniales, como forma de denuncia y resistencia frente a las visiones desarrollistas que han intentado configurar el territorio a punta de una industrialización y urbanización a medio camino. Mientras, se desmoronan las imágenes grandilocuentes y ecuestres de generales de antaño, que hoy, al calor de las revueltas, han perdido mucho más que la cabeza.

En Los Lagos, obras seleccionadas por Muñoz recogen los vínculos con los espacios y formas de la naturaleza, lo humano y lo no-humano; a través de cuerpos tejidos y rituales que dan vida a un cuerpo-árbol. Mientras, en Ñuble aparecen intempestivos paisajes selváticos habitados por comunidades de mujeres cyborgs que imaginan nuevos cuerpos-territorios y desplazan lo urbano como visión de futuro.

Para cerrar, quisiera detenerme en las imágenes que piensan el futuro, en particular las de las mujeres cyborgs. Pues, entre las obras contenidas en cada selección, aparecen ventanas hacia adelante, disruptivas de su propio grupo, pero no por eso menos elocuentes. Siguiendo las ideas de Alain Musset, expresadas en su texto “Entre ‘Fantasía social’ y ‘Paisajes simulados’: espacios públicos, ciudades privadas y ciudadanía” (2008), la ciencia-ficción no pretende solucionar los grandes problemas que afectan a nuestras sociedades, sino criticar el presente y poner en tela de juicio el futuro para reflejar y amplificar los grandes miedos de nuestros tiempos. Las curatorías de estas cuatro regiones hacen patentes aquellos miedos, a la vez que ensayan una respuesta. Como dice Donna Haraway en Seguir con el problema: generar parentesco en el Chthuluceno (2019) imaginar y tejer formas de sanar para poder vivir y morir juntos, en realidades y paisajes quizás irreparables. 

Consuelo Banda

Valparaíso, 1988. Estudiante de doctorado en Territorio, Espacio y Sociedad, Universidad de Chile; Magíster en Desarrollo Urbano, Universidad Católica de Chile; y licenciada en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile. Investigadora en temas que abarcan arte y territorio, espacio público, ocio, geografías feministas y cine chileno. Coautora de los libros En marcha: ensayos sobre arte, violencia y cuerpo en la manifestación social, junto a Valeska Navea (Adrede Editora, 2013) y Fuera y dentro del arte contemporáneo. Comunidad y territorio en las prácticas colaborativas de Valparaíso, con Carol Illanes (Adrede Editora, 2016).

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